
Roma, 23 de marzo de 1819
A Thomas Love Peacock
(…) Hablo de estas cosas no en el orden en que las visité, sino por la impresión que me causaron, o quizás al azar.
Las ruinas del FORO tienen la suerte de no haber sido engullidas por la ciudad moderna. Se alzan en un espacio abierto y solitario, flanqueado por un lado por la ciudad moderna y por el otro por el MONTE PALATINO, cubierto por un montón de ruinas informes.

Los guías te cuentan todo sobre estas cosas, y temo usar sin querer sus mismas palabras al enumerar lo que es bien conocido.
Del TEMPLO DE LA CONCORDIA, fundado por Camilo quedan ocho columnas de granito de orden jónico con su entablamento. Dado el coste que debieron suponer esas columnas, sospecho que no son los restos de un edificio encargado por ese hombre tan perfecto y virtuoso. Se supone que fue reformado por los emperadores orientales. ¡Ay, qué diferencia!
Cerca se encuentran unas columnas corintias acanaladas que sostenían el extremo de un templo. El arquitrabe y el entablamento están labrados de manera muy delicada. Yendo hacia el sur hay otra columna solitaria y un poco más allá, tres más, que sostienen también los restos de un entablamento.

Bajando desde el Capitolio hacia el Foro está el ARCO DE SEPTIMIO SEVERO, no tan perfecto como el de Constantino, aunque por sus proporciones y dimensiones sigue siendo un monumento impresionante.

Por un decreto del senado, en el arco de Tito los relieves, las esculturas, y hasta las colosales representaciones de los cautivos dacios fueron arrancados para adornar el de Constantino, ese monstruo estúpido y perverso, cuyo mayor mérito fue instaurar una religión que acabó con unas artes que habrían evitado tener que recurrir a un despojo tan indigno.
El ARCO DE CONSTANTINO es el más perfecto, una obra de arte admirable. Está construido con el mármol más exquisito y en muchas partes los contornos de sus relieves se conservan tan bien como si acabaran de ser labrados.
Cuatro columnas corintias acanaladas sostienen a cada lado un entablamento robusto, cuya parte inferior está repleta de relieves de cautivos en todas las poses posibles de humillación y esclavitud.
Los paneles superiores muestran en relieves más marcados la alegría del triunfo: el conquistador aparece en su trono, en su carro, o mirando con desprecio a la multitud aplastada por los cascos de sus caballos. Los paneles inferiores representan la tortura y la humillación de la derrota.

Tiene tres arcos con techos artesonados y los laterales están adornados con relieves similares. Cada clave de estos arcos está flanqueada por dos figuras aladas de la Victoria, cuyos cabellos flotan al viento que levanta su vuelo, con los brazos extendidos portando trofeos, como si ansiasen tocarse. Parecen transportadas desde los confines del imperio por el aliento que exhalan la batalla y la desolación, que ellas tienen la misión de conmemorar. No ha habido nunca monumentos que expresaran tan claramente el propósito para el que fueron concebidos: la representación de esa mezcla de energía y desvarío que llamamos triunfo.

Salgo a caminar bajo la luz púrpura y dorada de las tardes italianas, y regreso a la luz de las estrellas o de la luna por este lugar. Los olmos están empezando a florecer y los cálidos vientos de la primavera traen del campo aromas desconocidos, dulces. Veo a Orión radiante entre las imponentes columnas del TEMPLO DE LA CONCORDIA, y la suave luz que se desvanece desdibuja los edificios modernos del CAPITOLIO, los únicos que enturbian la sublime desolación de este lugar.

En la escalinata del CAPITOLIO se alzan las estatuas colosales de Cástor y Pólux, cada una con su caballo, exquisitamente labradas, aunque no son tan perfectas como las de Monte Cavallo, uno de cuyos moldes, como sabes, vimos juntos en Londres. Este paseo queda cerca de nuestro alojamiento y es mi caminata vespertina.

¿Qué decir de la ciudad moderna? Roma aún es la capital del mundo. Es una ciudad de palacios y de templos, más gloriosos que los de ninguna otra ciudad, cuyas ruinas son todavía más gloriosas.
Vista desde cualquiera de las colinas que la rodean, presenta una sucesión interminable de cúpulas, palacios y columnatas que se pierden en el horizonte, donde se intercalan retazos de desierto e imponentes ruinas rodeadas por su propia desolación, en medio de los templos de religiones vivas y de moradas de hombres vivos, en una soledad sublime.

SAN PEDRO, lo habrás oído, es el edificio más alto de Europa. Por fuera, no se puede comparar con la belleza arquitectónica de San Pablo, aunque no carece de ella. Por dentro, aunque es enorme, da la sensación de que es pequeño y se aparta totalmente del gusto antiguo.

Conoces mi inclinación a admirar las cosas, y traté de convencerme de lo contrario, pero fue en vano: cuanto más contemplo el interior de San Pedro, menos impresión en conjunto me produce. Ni siquiera lo considero alto, aunque su cúpula es considerablemente más alta que cualquier colina en un radio de ochenta kilómetros alrededor de Londres. Pero, cuando uno se para a pensar, es un asombroso monumento a la audacia del hombre.

Su columnata es maravillosa y hay dos fuentes de las que brotan finas columnas de agua hasta una altura increíble, y cuando regresan a los jarrones de pórfido de donde salieron, inundan el aire de una niebla radiante, que al mediodía se colma de innúmeros arcoíris.

En el medio de la plaza hay un obelisco.

Frente a él está la fachada de San Pedro, semejante a un palacio, verdaderamente magnífica. El conjunto resulta una combinación arquitectónica sin igual en el mundo. Pero la cúpula de la basílica no se ve, salvo a mucha distancia de la fachada, porque está tapada por ella, el interior del edificio y esa invención infernal que llaman ático.

El efecto del PANTEÓN es totalmente opuesto al de San Pedro. Aunque su tamaño no es ni la cuarta parte, es de alguna manera la imagen visible del universo. Como cuando se contempla la inconmensurable bóveda del cielo, la impresión de grandeza se desvanece y se disipa en la perfección de sus proporciones.

Está a cielo abierto, y la luz siempre cambiante del aire ilumina su enorme cúpula. Las nubes del mediodía la sobrevuelan y por la noche se ven las estrellas brillantes en el azul oscuro del cielo, inmóviles o persiguiendo a la luna errante entre las nubes.

Lo visitamos a la luz de la luna. Lo sostienen dieciséis columnas acanaladas de orden corintio, de un raro y hermoso mármol amarillo, exquisitamente pulido, que aquí llaman giallo antico.
Sobre ellas se encuentran los nichos para las estatuas de los doce dioses. Este es el único defecto de este templo sublime: que no debería haber ningún espacio entre el arranque de la cúpula y la cornisa sostenida por las columnas, así nada empañaría la magnífica simplicidad de su diseño. Este es el único detalle que resta unidad al conjunto.

Las FUENTES de Roma son por sí solas magníficas combinaciones de arte. Merece la pena venir solo por verlas.
La de la PIAZZA NAVONA, una plaza muy amplia, está hecha de enormes bloques de piedra apilados unos sobre otros y horadados como por cavernas. Esta mole sostiene un obelisco egipcio altísimo. Cuatro figuras colosales que representan las cuatro partes del mundo se reclinan en sus extremos en diferentes poses. El agua brota de las grietas bajo sus cuerpos. Están esculpidas con gran expresividad: una se arranca impaciente un velo de los ojos; otra tiende las manos hacia lo alto.

La FONTANA DI TREVI es la más famosa, y es más una cascada que una fuente. Brota enérgica entre bloques de piedras, con una gigantesca figura de Neptuno. Por debajo, dos dioses fluviales gobiernan dos caballos alados que emergen entre las piedras y las aguas. El conjunto no está mal pensado ni realizado, pero no sabes qué delicada se vuelve la imaginación cuando se alimenta día tras día solo de antigüedades. Los únicos que resisten la comparación con la Antigüedad son Rafael, Guido y Salvatore Rosa.

La FUENTE del QUIRINAL, o, mejor dicho, el conjunto formado por las estatuas, el obelisco y la fuente, es la más admirable de todas. Desde la Piazza del Quirinale, o más concretamente desde Monte Cavallo, ves el océano infinito de cúpulas, agujas y columnas que es la ciudad de Roma.

Sobre un pedestal de mármol blanco se alza un obelisco de granito rojo que se interna en el cielo azul. Delante de él hay un amplio estanque de pórfido; en el medio surge una columna de agua purísima que recoge todos los colores que asoman por el cielo, los deshace en mil tonalidades y sombras difuminadas que caen en la superficie con las gotas chispeantes. Supongo que este efecto del color es porque la fuente está alta.

A cada lado, en un pedestal elevado, se encuentran las estatuas de Cástor y Pólux domando sus caballos, que se dice que son obra de Fidias y Praxíteles (creo que sin fundamento alguno). Estas figuras combinan una irresistible energía con la sublime y perfecta belleza que se supone es propia de su naturaleza divina. No se conservan las riendas de los caballos, pero por el gesto de sus manos, y la firme y serena autoridad de su mirada parecen no necesitar ningún elemento para imponer obediencia. Los rostros están a gran altura y apenas se ven, pero del que vimos una copia juntos en Londres tengo una idea más clara que del otro.

Pero la sublime y vívida majestuosidad de sus miembros y de su porte, los movimientos nerviosos y fogosos de los caballos que están sujetando, vistos contra el cielo azul de Italia, dominando la ciudad de Roma y rodeados por la luz y la música de esa fuente de aguas cristalinas, ninguna fuente puede transmitirlos.
Estas figuras se encontraron en las Termas de Constantino, pero sin duda son mucho más antiguas. Sin embargo, no soy partidario de atribuir a Fidias, a Praxíteles, a Escopas o a otro gran maestro cualquier obra admirable que se descubra. A nosotros nos ha llegado solo una pequeña parte de lo que existió, y quizás sus obras superaban de largo lo que nosotros consideramos como lo más perfecto o admirable entre lo poco que ha sobrevivido al deluge.
Pido disculpas por ser demasiado celoso del honor de los griegos, nuestros maestros y creadores, los dioses a los que deberíamos venerar.

He dicho lo que siento sin entrar en discusiones críticas sobre las RUINAS de Roma y tocando superficialmente esta inagotable fuente de pensamiento y sentimiento.
Hobhouse, Eustace y Forsyth contarán todo ese conocimiento superficial, lo común y corriente. Por cierto, merece la pena leer a Forsyth, a juzgar por uno o dos capítulos que he visto. Aquí no encuentro su libro.
Debería haber mencionado que aún queda en pie el arco central del ARCO DE TITO , de proporciones más perfectas, según dicen, que los posteriores. Esto no lo he señalado.

Las figuras de la Victoria, con las alas desplegadas y empujando hacia atrás con los pies extendidos un globo, son quizás más bellas que las de los otros arcos. Sus labios están entreabiertos: un delicado modo de indicar el fervoroso deseo de llegar al lugar de descanso prometido y de expresar la respiración ansiosa por la carrera. De hecho, para los artistas griegos era tan esencial para la belleza que las formas expresaran el ejercicio de la imaginación y de los afectos, que no se ha encontrado ninguna representación ideal de la Antigüedad con los labios cerrados, salvo las que no incluyan ese rasgo.
Dentro del Arco de Tito hay dos paneles en altorrelieve; uno representa una procesión de gente portando los elementos del culto judío, entre los que está el candelabro sagrado de siete brazos; en el otro, Tito va montado en una cuadriga con una Victoria alada. La disposición de los caballos, su belleza, la perfección y energía de su trazo son notables, aunque están bastante deteriorados.
P.B.S.
FIN
Traducciones: Maite Jiménez Pérez (julio 2025)

¡pero qué pelusilla le tenía Shelley a Constantino!Ganas de volver a Roma, con esta otra guía en la maleta¡gracias!
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