SHELLEY EN EL COLISEO

Rolf Duerig (pintor suizo) posa junto a un busto romano para Herbert List (Roma, 1949)

EL COLISEO

Percy B. Shelley (1817)

Al mediodía del día de Pascua, un anciano y una muchacha que parecía su hija entraron en el Coliseo de Roma. Cruzaron inmediatamente la Arena, buscaron una brecha entre los arcos de la parte meridional de las ruinas, eligieron una columna caída para sentarse, entrelazaron sus manos y contemplaron en silencio la escena, complacidos.

Pero los ojos de la muchacha estaban fijos en los labios de su padre y en su semblante, sublime y dulce a la vez, aunque impasible, como si una imagen del más grande de los poetas esculpida por Praxíteles inundara de sonrisas el aire silente, que no eran el reflejo de lo que los rodeaba.

Era el día de la gran fiesta de la Resurrección y todos los habitantes de Roma, además de los extranjeros de todo el mundo que acudían en masa para asistir a la ceremonia, se congregaban en el Vaticano. La religión más poderosa del mundo salió revestida de gloria mortal y la humanidad se había reunido para admirar y adorar las creaciones de su propio poder.

Pio XII en la bendición Urbi et Orbi de la Pascua de Resurrección.

No quedaba ni un alma en las calles ni los senderos de hierba que conducían hasta el Coliseo. Nada más llegar a Roma, el padre y la hija buscaron este lugar.

Via Appia Antica

Por delante de ellos cruzó un personaje que solo se veía en Roma por las  noches, en las calles desiertas, entre las ruinas de los templos del Foro o deslizándose por las galerías pobladas de maleza del Coliseo.

James Mason como Marco Junio Bruto, asesino de César, en Julio César (Joseph L. Mankiewicz, 1953)

A pesar de su aspecto demacrado, se entreveían en él rasgos de una elegancia exquisita.

Iba vestido con una antigua clámide que le tapaba media cara.

Sus níveos pies calzaban sandalias de marfil, delicadamente esculpidas, que representaban dos figuras femeninas, cuyas alas se desplegaban en la parte del talón y cuyos labios sensuales y entreabiertos parecían querer cerrarse.

Difícil olvidar su rostro, una vez visto.  La boca y la forma del mentón tenían la voluptuosidad y la apasionada ternura de las estatuas de Antínoo.

Antínoo de Delfos (Museo Arqueológico) Foto Maite 2023

Pero en vez del afeminado mohín de disgusto de sus ojos y la delicada frente estrecha, él revelaba la expresión brillante de una mente profunda y perspicaz.  Su frente, amplia y despejada, y sus ojos, profundos como dos fuentes de agua cristalina que reflejan los cielos que abarcan todo lo imaginable. Su rostro presentaba una tímida expresión entre dulzura femenina y perplejidad, que contrastaba con su semblante abstraído e intrépido que predominaba en su aspecto y en sus gestos.

Marco Junio Bruto (Museos Capitolinos, Roma)

El personaje evitaba a toda costa comunicarse con los italianos, cuya lengua al parecer apenas entendía, pero a veces se le veía conversar con algún extranjero instruido, cuyos gestos y aspecto debían de despertar su interés en medio de aquellos lugares nobles.  

Toni Servillo en La Grande Bellezza (Paolo Sorrentino, 2013)

Hablaba latín y sobre todo griego con fluidez, con un acento peculiar aunque agradable.

Parecía que tenía alguna noción de las lenguas del norte de Europa. Su aspecto no revelaba ni la más mínima pista sobre su país, origen u oficio. Su vestimenta era rara, aunque espléndida y suntuosa. Siempre estaba solo.

Museos Capitolinos

Los intelectuales de Roma lo consideraban una curiosidad, pero en su manera de comportarse, distante y silenciosa, había algo incomprensible pero impresionante que le salvaba de las intromisiones. Los campesinos, que en contadas ocasiones se cruzaban con él cuando regresaban a la luz de las estrellas desde sus puestos del Campo Vaccino, lo llamaban Il Diavolo di Bruto, con esa extraña mezcla italiana típica de religión e historia.

James Mason como Marco Junio Bruto en Julio César (Joseph L. Mankiewicz, 1953)

Este fue el personaje que interrumpió la contemplación en la que estaban sumidos nuestros dos extranjeros, dirigiéndose a ellos en su lengua materna de manera clara y precisa, sin las típicas frases hechas:

―Extranjeros, vosotros sois dos. Mirad quién es el tercero en esta gran ciudad, el único que prefiere la contemplación de estas imponentes ruinas a la ridícula superstición que las ha destruido.

―No veo nada, soy ciego― dijo el anciano.

Hombre ciego (P.P. Rubens)

―¿Qué haces aquí, entonces?

―Oír el dulce canto de los pájaros y el sonido de la respiración de mi hija, que me reconforta como el suave murmullo del agua. También siento en mi piel esta cálida brisa y me resulta muy agradable.

―¡Maldito viejo! ¿No sabes que estas son las ruinas del Coliseo?

―¡Por Dios, extranjero! –dijo la muchacha con una voz que sonaba como música triste― ¡No diga eso! Es ciego.

De repente, los ojos de aquel desconocido se llenaron de lágrimas y sus rasgos adustos se relajaron.

James Mason

―¡Ciego! –exclamó más tono de pena que de disculpa.

Entonces, se sentó aparte, en un tramo de una escalera destrozada y cubierta de musgo que serpenteaba entre aquel laberinto de ruinas.

―Mi querida Helen ―dijo el anciano―, no me habías dicho que esto era el Coliseo.

―¿Cómo iba a decírtelo, amado padre, si no lo sabía? Estaba a punto de preguntar el camino que llevaba a este edificio, cuando entramos en este montón de ruinas y hasta que este extraño se acercó a nosotros me quedé en silencio, subyugada por la grandeza de lo que veía.

―Nenita, normalmente me describes las cosas que te gustan. Las embelleces con el delicado brillo de tus palabras y mientras hablas lo único que siento es la debilidad que me ata a esta dependencia tan querida, como una bendición. ¿Por qué has guardado silencio ahora?

―No lo sé. Al principio, por la maravilla y el placer de esta visión; luego, por las palabras de ese desconocido, y después por pensar en lo que dijo y la manera en que él contemplaba todo esto; y ahora, querido padre, por tus palabras.

―Bueno, pero ahora dime lo que ves.

―Veo una enorme serie de arcos construidos sobre otros arcos y alrededor piedras destrozadas por el suelo, que en su día pertenecieron a un sólido muro. En las grietas y en los techos abovedados crece una multitud de arbustos, olivos silvestres y mirto, en los que se enroscan zarzas, y se enredan malas hierbas y plantas que nunca había visto antes. Las piedras son gigantescas y sobresalen unas por encima de las otras. El muro tiene grietas tremendas y anchos vanos por los que se ve el cielo azul. Debe de haber más de mil arcos, algunos en ruinas, otros enteros, todos altísimos y muy anchos. Algunos están derruidos y acumulados en grandes montones, cubiertos de maleza. Alrededor, enormes columnas caídas, destruidas e informes, fragmentos de capiteles y cornisas, tallados con delicadas esculturas.

―¿A cielo abierto? –preguntó el anciano.

―Sí. Por encima se ve el líquido abismo del cielo a través de las grietas y los vanos; y las flores, los arbustos, la hierba y el musgo se nutren de la lluvia que entra libre. El cielo está azul, un cielo azul amplio y brillante, que se cuela por las enormes grietas a través de las ramas desnudas de las higueras de raíces marmóreas, a través de las hojas y las flores de los arbustos, e incluso a través de las arcadas que descansan debajo de ellas. Veo y siento sus rayos claros y penetrantes inundando el universo, impregnando el viento que inspira gozo de vida y de luz, velándolo todo con su resplandor, incluso a mí. Sí, y a través de la grieta más alta la luna menguante parece colgar en este mediodía, como suspendida en el firmamento, que muestra toda la claridad de la atmósfera que tanto me alegra que usted sienta.

―¿Qué más ves?

―Nada más

―¿Nada más?

―Solo el suelo alfombrado de un musgo brillante, salpicado por matas de trébol cubiertas de rocío, que se mete por los intersticios de los arcos destrozados y rodea los pináculos derrumbados, desperdigados por todas partes.

―¿Igual que los solitarios valles de muelle hierba que serpentean entre los pinares y acantilados de los Alpes de Saboya?

―La verdad, padre, es que su vista es más aguda que la mía.

―Y las arcadas destrozadas, la masa de restos abruptos de las ruinas, cubiertas de jóvenes bosques, más parecidas a una falla entre montañas abierta por un terremoto que a los vestigios de maestría del hombre, ¿Qué son?

―Algo impresionante y maravilloso.

―¿No serán cuevas como las que podría elegir un elefante salvaje en las selvas de la India para esconder a sus crías?

―Padre, sus palabras evocan lo que yo habría querido expresar, pero por desgracia no he sido capaz.

―Oigo el susurro de las hojas de los árboles y el sonido del agua, pero no de lluvia, como el suave goteo de una fuente entre los árboles.

―Caen por entre los montones de ruinas que hay sobre nuestras cabezas. Supongo que es el agua de lluvia acumulada en las grietas.

―Una criatura nacida del arte humano, descuidada y transformada por la Naturaleza como por encanto en un remedo de sus propias creaciones y ¡destinada a compartir su inmortalidad!; convertida en una montaña hendida, con valles boscosos, que descollan en sus intrincados claros y con precipicios que amenazan ruina. Hasta las nubes, atrapadas en sus cumbres escarpadas, alimentan sus fuentes eternas con su lluvia. Junto a la columna donde estoy sentado, juraría que en el pasado hubo un templo o un teatro y que en los días sagrados la multitud subía por su sendero escarpado para asistir a un espectáculo o un sacrificio. ¡Seguro que era así! Helen, ¿Qué es ese aleteo?

―Son las palomas torcaces que regresan junto a sus polluelos. ¿No las oyes arrullar en sus nidos?

―¡Ay! Es la expresión de su felicidad. Son tan felices como nosotros, hija, pero de otra manera. No conocen las sensaciones que estas ruinas despiertan en nosotros. Sin embargo, para ellas es un placer habitarlas; y la sucesión de sus formas, cuando ellas pasan, está conectada en sus mentes con asociaciones de ideas, que son sagradas, igual que para nosotros. La naturaleza íntima de todos los seres está rodeada de un halo, que sus semejantes no pueden traspasar. Este rechazo constituye una desgracia para su vida. Pero, de la misma manera que hay un halo que nos aísla, hay otro que encierra todo lo que sentimos. En lo que respecta al ser humano, su felicidad pública y privada consiste en reducir la circunferencia del círculo que encierra a los que se parecen a él, hasta que llegan a ser uno con él y él con ellos. Esto es debido a que entramos en reflexiones, propósitos y destinos de algo más allá de nosotros mismos, y la contemplación de las ruinas del poder humano despierta una sensación sublime de solemnidad y belleza. Por esta razón el océano, el glaciar, la catarata, la tempestad o el volcán tienen cada uno un espíritu que vivifica los miembros de nuestro cuerpo con un cosquilleo de alegría. Por eso el canto de los pájaros, el movimiento de las hojas, la sensación del aroma de la tierra bajo nuestros pies y la frescura del viento vivo que nos envuelve es tan dulce. Y eso es Amor. Esta es la religión de la eternidad, cuyos fieles han sido desterrados de la humanidad en general.

Caspar David Friedrich, Caminante sobre un mar de nubes (Kunsthalle Hamburgo)

¡Oh, Poder! ―gritó el anciano, levantando sus ojos ciegos al sol que no lucía para él― ¡Tú que penetras en todas las cosas y sin ti este glorioso mundo sería un caos ciego e informe, Amor, Creador del Bien, Dios, Rey, Padre! ¡Amigo de estos adoradores! Estos dos corazones solitarios te invocan. ¡Que no se separen jamás! Si las contiendas de la humanidad fueron su perdición; si conceder y perseguir la felicidad que tú eres ha sido su elección y su destino; si, al contemplar estas majestuosas muestras del poder de su especie, ven la sombra y la profecía de lo que tú pudiste decretar que tendría lugar; si buscaron la justicia, la libertad, la belleza y la verdad, que son tus huellas, ¡no los separes! Lo tuyo es unir, hacer eterno, que sobrevivan a los límites de su tumba quienes dejaron en el mundo de los vivos memoria de ti. Cuando este cuerpo sea polvo inerte, ¡que las esperanzas, los deseos y los placeres que lo vivifican ahora no se extingan nunca en la persona de mi hija; incluso si ella se fuese a la tumba, mis recuerdos serían el monumento escrito de toda su excelencia anónima!

Funeral de Shelley, por Louis Edouard Fournier.

El semblante y los gestos del anciano, que resplandecían con sus inspiradas palabras, se serenaron y paralizaron más de lo habitual al oír los sollozos de su hija, y recordó que había hablado de la muerte.

―Padre mío, ¿Cómo podré sobrevivirte? ―dijo Helen.

―No hablemos de la muerte ―dijo el anciano cambiando su tono―. En realidad, Heráclito murió a mi edad, y si yo tuviera su carácter amargo, sería un peligro. Pero Demócrito vivió hasta los ciento veinte años, gracias a la fuerza de voluntad de su mente alegre e irreductible. Al final, simplemente murió porque no tenía un espíritu amable y querido que le atendiera, como mi Helen, que habría sido su alegría de vivir. ¿Recuerdas cómo su alegre y anciana hermana le pidió que pospusiese su ayuno hasta que ella regresara del festival de Ceres, alegando que arruinaría su día de fiesta si se negaba a cumplir con lo que le pedía, ya que estaba prohibido participar en la procesión justo después de la muerte de un familiar, y cómo el sabio accedió de buena gana a su ruego?

Giuseppe Torretti

El anciano no podía ver la sonrisa agradecida de su hija, pero sí comprendió el gesto de su mano apretando la suya.

―La verdad ― continuó― es que el misterio de la muerte es un cambio que ni para nosotros ni para el resto de las personas supone objetivamente esperanza o temor. No sabemos si es bueno o malo, solo sabemos que existe. Viejos y jóvenes mueren por igual; ningún momento, lugar, edad, ninguna precaución nos exime de la muerte y del riesgo de la muerte. No sabemos si la muerte es una sensación o una precaución que permita que esas sensaciones sean dichosas, si la sucesión de acontecimientos producirá ese efecto. No pienses en la muerte, o piensa en ella como algo común a todos nosotros. Lo que pasa ―dijo con voz profunda y apenada― es que hay hombres que han enterrado a sus hijos.

Estela funeraria de Quartulus, el niño minero (MAN Madrid)

―¡Ay, amado padre! ¡Qué pena me das! No hablemos más de ello.

Se levantaron para salir del Coliseo, pero el personaje que los había abordado al principio les cerró el paso:

―Señora ―dijo―, si el dolor es la expiación del error, me han apenado profundamente las palabras que le dije a su acompañante. Los hombres que antiguamente habitaban este lugar y aquellos de los que aprendieron sus conocimientos, respetaban la enfermedad y la vejez. Si por imprudencia he ofendido a esta venerable persona, majestuosa a la vez que desvalida, le pido que me perdone.  

―Me duele ver cuánto le aflige su error ―. Si usted puede olvidarlo, no dude de que nosotros lo perdonaremos.

―Habrá pensado que soy uno de esos ciegos de espíritu ―dijo el anciano―, que merecen (si un ser humano puede merecerlo) desprecio y culpa. Sin duda, al contemplar este monumento a mi manera, aunque sea a través del espejo de la mente de mi hija, me lleno de asombro y deleite. Es como si el espíritu de las generaciones pasadas vivificase mis miembros y circulase por todas las fibras de mi ser. Extranjero, si tú has sentido lo mismo, permítenos conocernos más.

El día 24 de marzo de 2008, Fernando Rodríguez Jiménez (IG @mr.rockyfer) cumplió 7 años en el Museo Massimo alle Terme de Roma.

―El sonido de tu voz y la armonía de tus pensamientos son un deleite para mí ―dijo el joven― y es un placer ver a una persona que muestre tanta belleza y bondad como tu hija. Si, a pesar de mi rudeza, permites que te conozca, y olvidas mis estúpidas palabras, mi error ya está expiado. He vivido una vida solitaria y rara vez me encuentro con extranjeros con los que sea agradable charlar. Además, sus reflexiones, aunque son aprendidas, no siempre coinciden con las mías; y aunque sea capaz de perdonar esa diferencia, ellos no lo hacen. Nunca he explicado la razón de la ropa que visto, y la diferencia que percibo entre mi lengua y mis modales y los de la gente con la que me encuentro. No es que me duela vivir con una falta de comunión con seres inteligentes y afectuosos. Tú eres uno de ellos, lo presiento.

FIN

Herbert List (Roma, 1949)

Acerca de Maite Jiménez Pérez

Profesora de Latín y Griego. Traductora.
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