
Estas cosas no solo las relatan en sus escritos los sacerdotes egipcios, sino también muchos griegos que viajaron a Tebas en tiempos de Ptolomeo, hijo de Lago, y que compilaron historias de Egipto (entre ellos Hecateo) que coinciden con las que nosotros referimos.
A diez estadios de las primeras tumbas (donde la tradición dice que estaban enterradas las concubinas de Zeus) se encontraba la dedicada al rey Osimandias.
En su entrada había un pilón de piedra jaspeada de dos pletros de largo y cuarenta y cinco codos de altura. Traspasado este, se llegaba a un peristilo cuadrangular de piedra, cuyas hileras tenían cada una cuatro pletros de largo, y en vez de pilares sus columnas eran bloques monolíticos de dieciséis codos de altura, labradas en estilo antiguo, y que representaban animales. La techumbre era una única pieza de dos brazas de ancho pintada de azul y tachonada de estrellas de colores.
Después de cruzar este peristilo, había otra entrada y un pilón similar al primero, pero de factura más impresionante y cubierto de relieves de todo tipo. En la entrada se erguían tres estatuas monolíticas de piedra negra de Siena, una de las cuales, una figura sedente, es la más grande de todo Egipto, y su pie mide más de siete codos; las otras dos, más pequeñas, a derecha e izquierda de sus rodillas, representan a una madre y una hija. La obra no solo es excepcional por su volumen, sino también tan sorprendente por la técnica escultórica y por la naturaleza de la piedra, que no se aprecia ni la más mínima grieta o imperfección en semejante tamaño. En ella hay una inscipción que reza:
«YO SOY OSIMANDIAS, REY DE REYES. SI ALGUIEN QUIERE SABER QUÉ GRANDE SOY Y DÓNDE YACEN MIS RESTOS, QUE SEA CAPAZ DE SUPERARME EN CUALQUIERA DE MIS OBRAS»
Diodoro Sículo, Bibliotheca Historica 1.46-47

A veces, el espíritu del Grand Tour no se llena de las vivencias en Grecia o en Italia, donde las fragancias de los cítricos inundan los templos de los dioses.
Cuando el viajero llega a Egipto, puede suceder que constate el valor que ha de concedérsele a la fugacidad del tiempo y al olvido.

(Imperio nuevo, ca. 1375 a.C. Neues Museum Berlín. Foto Maite Jiménez 2019)
El aventurero italiano Giovanni Belzoni adquirió en 1816 para el Museo Británico la estatua colosal de Ramsés II. El mismísimo Napoleón había intentado hacerse con ella, sin éxito.

El templo y el palacio de Ramsés, al que Jean-François Champollion bautizó como RAMESSEUM, fue uno de los proyectos más gigantescos del Antiguo Egipto.

Las noticias de los descubrimientos y excavaciones en Egipto eran siempre muy excitantes. Los viajeros desembarcaban cargados de extravagancias, de objetos desconocidos, a veces vestidos a la usanza árabe.
El tiempo que duraba la travesía permitía el despertar de las novelas sobre Egipto.

Percy B. Shelley escribió el soneto OZYMANDIAS en 1817, quizás emocionado por la llegada del coloso de Ramsés, a quienes los griegos llamaban OSIMANDIAS, nombre que oyeron en sus viajes a Egipto y que sonaba más o menos «User-Ma-Ra».

La naturaleza y el tiempo destruyen la vanidad del hombre. Así, el coloso apostrofa al poderoso advirtiéndole de que la vida es un camino hacia el olvido.

Conocí a un viajero de una antigua tierra
que me dijo: «Dos imponentes piernas de piedra mutiladas
se yerguen en el desierto. A su lado, en la arena,
medio hundido, yace un rostro destrozado, cuyo ceño
y sus labios apretados, y su gesto de fría autoridad
revelan que el escultor supo representar bien aquellas pasiones
que, grabadas sobre estas cosas sin vida, aún sobreviven
a la mano que las remedó y al corazón que las alimentó.
Y sobre el pedestal rezan estas palabras:
“Mi nombre es Osimandias, rey de reyes:
¡Admirad mis obras, oh poderosos, y perded toda esperanza!”.
Nada queda a su lado: alrededor de la decadencia
de estas colosales ruinas, infinitas y desnudas, se extienden a lo lejos solitarias y lisas las arenas».
Percy B. Shelley, OZYMANDIAS (1817)
TRADUCCIONES: Maite Jiménez (enero 2022)
