
Entramos en el Coliseo, esa noble reliquia de grandeza imperial. Sí, imperial, pero romana. Y aquel entusiasmo que las ruinas quebradas del Foro habían apagado, volvió a despertarlo esta maravillosa mole.
La luna brillaba por entre los arcos rotos y reflejaba la gloria en torno a los muros derruidos, coronados como estaban de maleza y de zarzas.
Miré a mi alrededor y un temor reverencial se apoderó de mí. Me sentí como si, al haber abandonado el Campo Vaccino, esta construcción fuera la metáfora de mis nobles compatriotras.
Sobre este edificio estaba el sello de la eternidad, y mi corazón se agitaba con las abrumadores sensaciones bajo las cuales luchaba por palpitar. No dije ni una sola palabra.

¡Ay! ¡Ay! Así es la imagen de la Roma caída, destrozada, deteriorada por una odiosa superstición, pero que aún invoca el amor…el honor, y que aún despierta en la imaginación de los hombres todo aquello que es capaz de purificar y ennoblecer la mente.
El Coliseo es el emblema de Roma. Sus arcos, sus mármoles, su noble aspecto, que debe inspirar a todos reverencia, lo que en la mente de los hombres es algo parecido a la adoración…es maravilloso, es inexplicablemente hermoso…todo él habla de su grandeza. Sus muros derruidos…sus arbotantes cubiertos de hierbas, y más que nada, las imágenes vergonzosas que lo llenan, nos hablan de su caída.

Despedí a mi guía. Jamás me iría del Coliseo. Esta sería mi morada durante mi segunda estancia en este mundo.
Visité cada rincón de él. Desde la parte más alta, contemplé Roma, que dormía bajo los fríos rayos de la luna:
La cúpula de San Pedro y las otras cúpulas y chapiteles que formaban una segunda ciudad, las residencias de los dioses por encima de las residencias de los hombres.

El arco de Constantino a mis pies.

El Tíber y el enorme cambio en el urbanismo de la ciudad moderna.

Todo llamaba mi atención, pero tan solo despertó un vago y efímero interés.
Desde aquel momento el Coliseo fue mi mundo, mi morada eterna.
Es cierto que la curiosidad y la incomodidad me han sacado de allí ahora, pero mi ausencia será breve. Mi corazón está aún allí. Regresaré. Y en aquel recinto sagrado lanzaré, antes de morir, mi última llamada a los romanos y a la libertad.
Es cierto que ya me había convencido de que Roma había caído, que sus cónsules y triunfos se habían acabado, y que los templos de su Capitolio habían sido destruidos.
Pero el Coliseo había mitigado el vigor de aquellos sentimientos, que de lo contrario me habrían destruido. La indignación, la desesperanza, todas las pasiones humanas murieron en mi interior. Me entregué, peregrino desde hacía unos años, a un mundo de cuyo espectáculo soy mero espectador.
Si Roma está muerta, huyo de sus despojos, horribles como los de la vida humana.
Solo en el Coliseo reconozco la grandeza de mi patria, el único refugio que tiene valor para un antiguo romano.

Pero, de repente, ese sentimiento tan terrible para la mente humana, el sentimiento de absoluta soledad, obró un nuevo cambio en mi corazón.
Recordé como si fuera ayer todos los espectáculos que la antigua Roma me había ofrecido. Sentado bajo uno de los arcos del edificio y escondiendo mi rostro entre mis manos, reviví en mi imaginación el recuerdo de lo que había dejado cuando vi por última vez la luz del día.

Había dejado a los cónsules en el pleno ejercicio del poder. Unos años antes, el imperio, despedazado por Mario y Sila y privado del sostén de una mano protectora, se tambaleaba a punto de capitular.
Pero, durante mi vida, se había alzado un nuevo espíritu. Los hombres se sintieron de nuevo vivificados por la sagrada llama que ardía en las almas de Camilo y de Fabricio, y me llenó de inmenso gozo el hecho de ser amigo de Cicerón, de Catón y de Lúculo.
Los más jóvenes, los hijos de mis amigos, Bruto y Casio, se alzaron como promesa de la misma virtud.

en Julio César (1953) de Joseph L. Mankiewicz
Cuando morí, estaba profundamente convencido de que, ya que la filosofía y las letras se hallaban entonces unidas a una virtud sin parangón en el mundo, Roma se estaba aproximando a esa perfección desde la cual era imposible caer.
Estaba convencido de que, aunque los hombres todavía tenían miedo, se trataba de un temor sano que los impulsaba a la acción y a la garantía absoluta del triunfo del Bien.

(Alciato, EMBLEMA CXXXII. Emblemata 1591)
Cuando desperté, Roma ya no existía.
Aquella luz que yo había saludado como heraldo de la perfección, se convirtió en la antorcha que le añadió esplendor a su funeral…y aquellos hombres, cuyas almas eran como templos de la perfección, fueron las víctimas sacrificiales en su propia pira funeraria.
¡Oh!, jamás una nación tuvo una muerte así. Sus asesinos celebraron juegos alrededor de su tumba como los que después casi destruyen medio mundo. No hubo combates de gladiadores y bestias, sino feroz lucha de pasiones encontradas, la guerra de millones de personas.

Pero todo aquello ya se ha acabado. El júbilo del tirano se ha desvanecido. El monumento que es Roma, tan espléndido durante siglos y adornado por saqueos de otros reinos, ahora se ha reducido a polvo.
Algunas columnas y arcos desperdigados aquí y allá viven para contar dónde estaban, pero su gente está muerta.
Los extranjeros que la poseen han perdido todas las características de los romanos.
Han abandonado su sagrada religión.
La Roma moderna es la capital del cristianismo, y ese título corona mi desesperación.

CONTINUARÁ…
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