-Ya he cumplido mi promesa de contarle mis primeras sensaciones al despertar a la vida. No es preciso que le haga una narración formal de lo que he aprendido desde entonces. En el viaje que hemos planificado tendremos bastantes ocasiones de conversar y de discutir. Usted ha conseguido que desee ver su país, y mañana embarcaremos. Dejo Roma, el Coliseo y a Isabel, tal es mi naturaleza de curiosa. Antes de volver a morir, quiero examinar los tan pregonados avances de los tiempos modernos y juzgar si, con el vaivén de las cosas humanas, el hombre está más cerca de la perfección que en mi época.

El sol había descendido mucho cuando los dos amigos se levantaron y regresaron al bote. Mientras remaban de vuelta a Nápoles, el sol se puso dejando una intensa tonalidad naranja en el cielo que ardía sobre las aguas, al tiempo que el Cabo Miseno y las islas formaban una silueta negra en el horizonte.

La luna salió por el otro lado de la bahía y su luz plateada contrastaba con los resplandecientes colores de la puesta de sol italiana. Caía la noche y las luces de las barcas de pescadores brillaban en el mar, a la vez que uno o dos barcos más grandes parecían cruzar como enormes sombras entre la luna y los paseantes que la contemplaban.

El radiante espectáculo de la puesta de sol y la tenue luz de la luna invitaban a la ensoñación y prohibían a las palabras perturbar la magia del momento. El viejo romano quizás pensó en los días que había pasado en Bayas, cuando el eterno sol se había puesto como ahora, y él vivía en otros días con otros hombres.


La historia termina aquí, pero el manuscrito incluye a continuación otra versión fragmentaria, relatada por Isabel Harley
Cuando saqué a mi singular amigo de la soledad del Coliseo, yo, con el permiso de Lord Harley, lo instalé en una habitación en nuestra casa.
Al principio, rehuía el contacto social y sufrió una gran depresión de espíritu, hasta tal punto que su salud se resintió.
Descubrí que debía asumir la tarea de motivarlo y de esforzarme a toda costa en sacarlo de la apatía en la que estaba sumido. Daba la impresión de que contemplaba todo lo que lo rodeaba como una espectáculo que no le concernía. En realidad era un ser distante de nuestro mundo. Los lazos que lo unían a él se habían roto hacía muchos años, y, a menos que yo tuviera éxito en volver a anudar al menos uno de ellos, se iba a morir pronto.

Quise captar su atención visitando algunas de esas magníficas ruinas que hablan de la grandeza de la Antigua Roma. Dudé algún tiempo en cuál elegir. Los edificios más majestuosos habían sido erigidos después de su época, pero pensé que al estar situados en lugares familiares a sus recuerdos, despertarían su curiosidad, precisamente por serle desconocidos.
Yo misma disfruté visitando las Termas de Caracalla, cuyos enormes montones de muros y torres en pedazos, recubiertos de hiedra y de los arbustos más encantadores, parecen más un paisaje natural de una montaña que cualquier otra cosa construida por la mano del hombre.

Decidí llevarlo a esas nobles ruinas. Así que, un día fui a verlo. Llevé la conversación a su vida pasada y a su muerte. Le dije:
–Tuvo suerte de morir antes de la caída de su patria y de no tener que ser testigo de su degradación con los emperadores. Esos emperadores, que tomaron el poder y la gloria de la República, disfrutaron de unos dominios tan extensos y de unas riquezas nunca vistos ni antes ni después. Salvajes y tremendos fueron los actos y los errores de esos hombres omnipotentes. Sus enemigos no podían escapar de ellos. Les cortaron el cuello a capricho a millones de personas. Pocos emplearon su fortuna en la beneficencia, la mayoría, incluso los más perversos, la despilfarraron en sus ansias de magnificencia. Han dejado tras de sí maravillosos monumentos, pero no puedo contemplar esas maravillas como actos de grandeza imperial. Cuando los visito, los admiro como obras proyectadas por Camilo, Fabricio y los Escipiones y después transformadas. Considero a Caracalla y a Nerón, e incluso a los mejores de la tribu, Tito y Adriano, como meros obreros. Cuando visito el Coliseo, no pienso en Vespasiano, que lo construyó, ni en la sangre de los gladiadores y de las bestias que lo contaminaron, sino que venero el espíritu de la Antigua Roma y de sus nobles héroes, que liberaron a su patria de los bárbaros y que han iluminado todo el mundo con su milagrosa virtud. Le he oído expresar su desagrado al ver las obras de los opresores de Roma, pero visítelas conmigo con este espíritu, y descubrirá que lo subyugarán con ese temor reverencial que el poder ganado y acompañado por el vicio nunca podrá brindar.

Se dejó convencer y fuimos paseando por debajo del Campidoglio y por la parte de atrás del Monte Palatino de camino a las Termas.

El principal sitio histórico de la Ciudad está desierto. Visitamos el Foro y las colinas más populosas de Roma a través de senderos cubiertos de hierba y por campos donde apenas viene gente. Esto es un privilegio. Las ruinas perderían la mitad de su belleza de estar rodeadas por edificios modernos. Solo hay que lamentar que el Capitolio no haya sido descuidado como el Monte Palatino y el Monte Celio.

No puedo decir cuales fueron los sentimientos de Valerio: sus emociones eran intensas, pero permanecía en silencio. Sin embargo, elevaba constantemente los ojos al cielo y en una ocasión dijo:
–Me gusta mirar al cielo, porque es lo único que no ha cambiado.

Entramos en las Termas, y tras visitar todas las estancias, subimos por una escalera en ruinas y pasamos por encima de los arcos y de los muros, que, cuando se está sobre ellos, parecen campos, valles y onduladas colinas. Nos hallábamos rodeados por arbustos fragantes, y su altura a cada lado del sendero engañaba y le añadía una extensión aún mayor a las ruinas sobre las que caminábamos.

A veces, la parte más alta de un arbotante se extendía hasta un campo adornado de las flores más hermosas. Luego, subiendo por un sendero empinado, llegamos a lo alto de una torreta y vimos toda Roma con los meandros del Tíber a poca distancia de nosotros.
De todos los lugares de la Ciudad, este es el que más me gusta visitar. La belleza y los perfumes de la Naturaleza se conjugan con la idea más sublime del poder humano. Y cuando se unen así, poseen un interés y una sensación que llegan hasta lo más profundo de mi corazón.
Nos sentamos en la cima y yo busqué en los ojos de mi acompañante una expresión de maravilla y de placer como la que brillaba en los míos. Sus ojos estaban llenos de lágrimas.

–Usted me ha traído aquí –dijo- para ver las obras de los romanos, y no veo más que destrucción. ¡Qué cantidad de hermosos templos han sido reducidos a polvo! Mis ojos vagan por las Siete Colinas y toda su gloria se ha desvanecido. Cuando las columnas de su Foro se quiebren, ¿qué va a quedar de Roma? El Capitolio, menos afortunado que las otras colinas, que han vuelto a la soledad de la naturaleza, está rodeado por edificios modernos. Y estas ruinas son magníficas, pero cuentan una historia de miseria. Estas termas no existían en mi época. Existieron en todo su esplendor cientos de años después de que yo me hubiera olvidado del mundo. Pero ahora, su techumbre se ha desmoronado, su suelo ha desparecido. Están plagadas de hierba, de arbustos, mutiladas, pero aún en pie. Así es la inmortalidad de Roma. Sus muros aún están en pie, circundan una enorme extensión. La ciudad moderna está llena de las ruinas de la antigua. Los extranjeros acuden en manada y se maravillan de la inmensidad de sus restos. Pero a mí todo me parece vacío. Los antiguos templos donde yo veneraba a Quirino y a los protectores de lo que entonces yo llamaba la ciudad inmortal… ¡ay! ¿Por qué despertarse a la realidad?

–Se está mortificando con pensamientos muy tristes. Roma cayó, pero aún se la venera. Para mí es una visión singular e incluso hermosa observar los cuidados y los desvelos con que sus degenerados vástagos preservan sus reliquias. Todo el mundo la visita con entusiasmo y la deja con amargo pesar. Todo parece sacrosanto dentro de sus muros. Cuando un extranjero reside dentro de sus límites, siente como si habitara en un templo sagrado…sagrado, aunque profanado. La indignación y la compasión se mezclan con la admiración y experimenta unas sensaciones que suavizan su corazón y no puede olvidarla ni siquiera con la edad o el dolor. Si me ocurriera la mayor de las desgracias, me parece que el recuerdo de haber vivido aquí me consolaría en parte. Si un hombre de la época de Pericles tuviera que volver a vivir en Atenas, tendría muchos más motivos para lamentar su caída que usted por la decrepitud y la decadencia de Roma.

Como deseaba despertar el interés Valerio y no tanto mostrarle todas las ruinas de su patria, para estimular la sensación de que en cierta medida aún se hallaba ligado al mundo, elegí lo que era más perfecto y pintoresco, hasta donde yo sabía. No había visto todavía el Panteón. No lo llevaría aquel día, porque sabía que su transformación en una iglesia católica, aunque seguramente lo había preservado, le provocaría un gran disgusto. Elegí el momento en que la luna estaba en creciente. Desde lo alto brillaría a través del óculo del templo.
Una tarde, a eso de las siete, sin decirle a dónde íbamos, me lo llevé conmigo…

CONTINUARÁ…